Neoconservadurismo: pasado, presente y futuro
Una de las interpretaciones más
populares de la victoria de Donald Trump en las primarias republicanas de 2016
es que representaba un rechazo a los “neocons”. El discurso proteccionista y
con tintes aislacionistas del magnate neoyorkino contrastaba, se decía, con el
énfasis neoconservador tradicional en el intervencionismo exterior y la
globalización. A un nivel más fundamental, esta interpretación contraponía a
una masa conservadora humilde defensora de los valores tradicionales de la
patria, la familia y la religión, frente a una élite de políticos y financieros
interesados exclusivamente en impuestos más bajos e indiferentes a las
dislocaciones sociales provocadas por el capitalismo mundial. Tal es la lectura
que destacados intelectuales conservadores como Pat Buchanan han realizado de
la campaña de Trump, aunque no tanto de su presidencia, como veremos.
Sin embargo, como suele ocurrir
en estos casos, las explicaciones demasiado sencillas son engañosas y ocultan
matices importantes. Pues, aunque buena parte del establishment republicano
reaccionó en un principio con horror ante la posibilidad de una presidencia de
Trump (pensemos en políticos como Jeb Bush o John McCain, o en intelectuales
como Jonah Goldberg y Robert Kagan, el cual incluso llegó a apoyar a Hillary
Clinton), se olvida con frecuencia que Trump también ha recibido un apoyo
destacado durante su mandato de figuras comúnmente descritas como pertenecientes
al movimiento neoconservador, tales como John Bolton o los pensadores adscritos
al Claremont Institute. Y si bien la administración Trump no ha llevado a cabo
intervenciones en el extranjero tan agresivas como la de Irak, es evidente que
sus actuaciones no se han guiado, en general, por una estricta ideología de America
First. La realidad, por tanto, es más compleja de lo que los mantras al uso
pueden dar a entender, y para comprenderlo, no hay mejor modo que sumergirse en
los orígenes del neoconservadurismo.
No existe una definición única y
ampliamente aceptada de lo que es un “neocon”. Algunos lo asocian a una
política exterior agresiva, otros lo igualan con el llamado “neoliberalismo”, y
en determinados casos incluso se utiliza como un mero insulto que esconde puro
antisemitismo. No obstante, sí hay consenso en considerar como padre y fundador
del movimiento a Irving Kristol (1920-2009). Kristol, intelectual y periodista,
nacido en el seno de una humilde familia judía de Nueva York, perteneció en su
juventud a círculos trotskistas, evolucionando más tarde hacia un liberalismo
moderado de carácter internacionalista y anticomunista, similar al
personificado en Europa por figuras como Raymond Aron, Karl Popper e Isaiah
Berlin, y que en Estados Unidos tenía su hogar natural en el Partido Demócrata
de Roosevelt y Truman.

Muchos años después, al definir
la naturaleza de su giro ideológico, Kristol explicó que un neoconservador no
era sino “un liberal asaltado por la realidad”. Y en efecto, la realidad no fue
amable para el liberalismo intervencionista del joven Kristol: en los años 60,
una nueva escuela de izquierdistas emergió para hacerse con el control del
Partido Demócrata, destruyendo en su camino los viejos consensos. Frente al
antiguo liberalismo, la Nueva Izquierda promovía la contemporización abierta
con el comunismo internacional, y muchos de sus miembros eran incapaces de
disimular su admiración hacia el régimen soviético. Y frente a las posturas, en
general, socialmente conservadoras y burguesas de los viejos demócratas, la
Nueva Izquierda defendía el relativismo, el nihilismo y el hedonismo más
descarnados. La “revolución sexual” había comenzado, y los hippies educados en
universidades de élite iban a desplazar al clásico trabajador industrial como
el sostén demográfico fundamental del Partido Demócrata. La campaña de George
McGovern en 1972 fue la primera proyección política de este proceso, cuya
culminación podemos contemplar ahora en el progresismo antioccidental,
identitario y posmoderno de Alexandra Ocasio-Cortez y sus acólitos.
Es el abandono del Partido
Demócrata de su tradicional anticomunismo y de los valores familiares lo que
determinó el surgimiento del neoconservadurismo, y es interesante constatar
que, contrariamente a lo que más tarde se ha dicho, fue la amenaza de la
contracultura del 68 el principal detonante de la conversión ideológica de
Kristol y sus seguidores, y no tanto la política exterior. Así, en la mayor
parte de los ensayos que componen su libro Neoconservatism: The Autobiography
of an Idea, Kristol se centra en desgranar el destructivo impacto de la
nueva ideología progresista sobre las costumbres de la sociedad americana, y
cómo dicha ideología se opone en última instancia a los valores sobre los que
Estados Unidos (y todo Occidente) se edificó y a los que debe su éxito. Apenas
se habla de internacionalismo y de globalización, y casi no se nombra a Oriente
Medio. No se corresponde demasiado, pues, con los tópicos que se repiten a
izquierda y derecha sobre los “neocons”.
En realidad, la obra de Kristol,
y el impulso neoconservador que contribuyó a conformar, se inscribe en una
tradición nítidamente burkeana, y no en ningún imperialismo democrático
destinado a instaurar un gobierno mundial. Pues es a partir de la amenaza
revolucionaria, de ese “asalto de la realidad”, de donde surge la reacción
neoconservadora. Del mismo modo que Burke, formado en los principios whigs y
con un amplio historial de apoyo a la causa de la libertad y el progreso, se
opuso frontalmente a una revolución francesa que consideraba opuesta al
verdadero espíritu de la constitución británica, Kristol, inserto en el
mainstream liberal occidental de la Guerra Fría, se hizo conservador ante la
amenaza de un progresismo que atacaba tanto los valores tradicionales como los
pilares de la tradición política fundacional de Estados Unidos.
Podemos, en consecuencia,
caracterizar el neoconservadurismo de Kristol de acuerdo con los siguientes
postulados clave:
1. Una defensa de la democracia
liberal como el régimen político idóneo y, en consecuencia, una oposición feroz
a los totalitarismos de todo signo, señaladamente el comunista, principal
enemigo de Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. Al contrario de lo
que muchas teorías conspirativas proclaman, el neoconservadurismo no surge
orientado principalmente a Oriente Medio. El demonio, la bestia negra de los
neoconservadores, siempre fue el comunismo, y los principios de política
exterior intervencionista por los que el neoconservadurismo habría de ser recordado
fueron puestos en práctica por primera vez en la Guerra Fría. Pues era el
imperio soviético, la tiranía roja, el exponente máximo del despotismo y del
rechazo a todos los valores fundacionales de Estados Unidos y de Occidente. A
diferencia de la coexistencia pacífica y los juegos de equilibrio de poderes
pregonados por muchos, los neoconservadores siempre comprendieron que la Unión
Soviética era una “potencia revolucionaria” (según la definición de Henry
Kissinger) cuyo apaciguamiento era, a largo plazo, imposible. El impulso
inherente en este tipo de regímenes por extender su ideología los lleva a un
conflicto inevitable con los defensores del mundo libre.
En este sentido, los
neoconservadores apoyaban la denominada política de rollback, que defendía
una intervención activa para derrotar y expulsar a los comunistas allí donde se
hubieran hecho con el poder, a diferencia de la prevalente estrategia de mera
contención (containment), basada únicamente en impedir el triunfo del
comunismo en los países aún libres. El punto de vista neoconservador encontró
elocuentes exponentes en destacados estadistas e intelectuales: el secretario
de Estado John Forster Dulles; el periodista y filósofo James Burnham; el
candidato republicano a la presidencia en 1964, Barry M. Goldwater; el senador
demócrata Henry M. “Scoop” Jackson; y el presidente Ronald Reagan.
2. Un marcado conservadurismo
cultural y social. En sus ensayos Kristol toca todos los temas clásicos de los
conservadores: el énfasis en la familia como institución social primordial, la
importancia de la religión como argamasa indispensable de toda civilización, la
crítica a los intelectuales progresistas encerrados en su torre de marfil, y el
patriotismo como virtud cívica fundamental.
Ello no obstante, el neoconservador
no defiende la confesionalidad del Estado y recela de los intentos de ciertos
grupos religiosos de imponer a los demás sus artículos de fe. Por eso, pese a
situarse invariablemente en el bando “conservador” en las guerras culturales,
el neoconservador se ve enfrentado en ocasiones con algunos conservadores
religiosos más radicales, con los que por lo demás debe compartir trinchera
ante el avance del progresismo nihilista y ateo. Este mismo incómodo equilibrio
se manifiesta en la relación del neoconservadurismo con la llamada alt-right,
con la que comparte (parcialmente, pues no pocos sectores de la alt-right son
plenamente izquierdistas en lo cultural) el rechazo a la hegemonía progresista
y a la corrección política, pero oponiéndose por completo a los tintes
racialistas y nativistas de los que pecan los integrantes de la alt-right.
3. Una política económica basada
en el apoyo a los pilares básicos del capitalismo, pero que, sin embargo, no
excluye la posibilidad de una política social dirigida a mejorar la situación
de los más desfavorecidos y a remediar algunos fallos de mercado. Se trata de
una postura típica de los conservadores, que siempre han suscrito la propiedad
privada, pero rechazando al mismo tiempo el dogmatismo libertario que quisiera
reducir la sociedad al libre juego de las fuerzas económicas. Kristol declaró
en una fase muy célebre que el capitalismo, siendo profundamente beneficioso
para el crecimiento económico y el bienestar, solo merecía dos brindis (two
cheers) a su favor, en lugar de tres, ya que una sociedad sana se compone
de personas y familias, no de consumidores, y ningún progreso material puede
justificar la degradación de las relaciones sociales básicas a una mera
dinámica de cálculo económico.
Este apoyo cualificado del
neoconservadurismo a una política social eficaz le ha valido agresivas críticas
de los liberales libertarios, siempre dispuestos a tachar de estatista
peligroso a todo aquel que no se alinee sin fisuras con la promoción del canibalismo,
de la compraventa de niños y órganos y del llamado “contrato de esclavitud”.
Frente a tales aberraciones extravagantes, los neconservadores continúan firmes
en su apuesta por una economía social de mercado.
El neoconservadurismo representa
entonces una cosmovisión liberal-conservadora, ni tradicionalista (pues no se
basa en la adherencia rígida a un modelo de sociedad del pasado ni a un credo
religioso determinado) ni progresista (pues rechaza los dogmas posmodernos de
la Nueva Izquierda y el crudo igualitarismo de la socialdemocracia). Si bien en
las últimas décadas neocon se ha convertido, para buena parte de la
derecha, en sinónimo de una política vendida a los intereses empresariales,
centrada en impuestos bajos y rendida a la corrección política, estimo
sumamente necesaria hoy día una renovación de los principios clásicos expuestos
por Kristol, que se me antojan imprescindibles para alcanzar la victoria en la
lucha por la supervivencia de nuestra civilización y evitar, en palabras de
James Burnham, the suicide of the West.
Antonio Mesa León
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