¿Y si en verdad Madison fue siempre un Federalista?
Lograda la independencia, los neonatos Estados Unidos de América se debatían en qué modelo de comunidad política deseaban organizarse. El debate, no solo se centraba en qué modelo de República serían – presidencialista, asamblearista unicameral, parlamentaria bicameral- sino que el aspecto territorial jugaba un papel importantísimo. Quizás, el más crucial en lo que respecta a la resonancia en el debate público. Por un lado, encontramos a los llamados antifederalistas, los cuales se dividían en dos: los que querían conservar íntegro el modelo confederal de los Artículos de la Confederación e impedir la existencia de un Gobierno Federal fuerte –por ejemplo, el caballero virginiano Patrick Henry y su pupilo, el futuro presidente, James Monroe- y los que –especialmente Thomas Jefferson- aceptaban que los Artículos debían ser revisados pero conservando los estados las mayores prerrogativas posibles, pedían una Declaración de Derechos y un modelo republicano en el que el Poder Legislativo fuera predominante y en el que la Justicia estuviera totalmente controlada por él. En frente, estaban los Federalistas o Nacionalistas – Alexander Hamilton, George Washington, John Adams, John Jay etc.-que defendían un gobierno central o federal con prerrogativas para cobrar impuestos y poder gastar, promovían un Poder Ejecutivo fuerte, un Poder Judicial autónomo y ensalzaban la necesidad de crear nación en el nuevo país. James Madison, del que nos ocuparemos hoy, perteneció en un principio a este grupo de federalistas. Fue de los grandes protagonistas de la Convención Constitucional de Filadelfia que se clausuró en 1787 con una nueva constitución basada en la Monarquía Constitucional británica –no tengan en cuenta la parlamentarización que vivió Albión a finales de ese siglo- y que resultó ser más democrática de lo que Hamilton pretendía merced al trabajo de Madison. Aún así, en esa convención no estuvieron personajes tan importantes como Thomas Jefferson o John Adams –cuyos escritos constitucionales de 1776 y su labor en la Constitución de Massachussets resultaron muy influyentes a nivel nacional- por estar destinados a París y Londres, respectivamente, en misiones diplomáticas
Madison envió por misiva la nueva constitución a su buen
amigo Thomas Jefferson para que le diera su visto bueno y, este se lo dio, pero
le contestó sugiriéndole la necesidad de una Declaración de Derechos que se
conseguiría al poco tiempo a través de enmiendas constitucionales. James Madison era alguien realmente valioso
intelectualmente tal como se aprecia en sus escritos para El Federalista pero su amistad con Jefferson consistía,
esencialmente, en que Madison le seguía en todo momento. Intelectualmente, no
tenía nada que envidiar a su viejo amigo y paisano pero carecía de la
personalidad arrolladora de este. Por esto mismo, en cuanto Jefferson volvió a América
y empezó a criticar desde dentro de la Administración Washington las políticas
de Hamilton, Secretario del Tesoro, Madison no dudó en abandonar a su otrora
aliado y en secundar a su amigo. Hamilton, creía que para que la nueva nación
fuera realmente independiente debía tener una economía fuerte y lo menos
dependiente posible del extranjero y el presidente Washington tenía muy en
cuenta la opinión del que fuera su ayudante de cámara en la Guerra
Revolucionaria. Para esto, Washington y Hamilton unificaron la deuda de los
estados como deuda nacional, crearon un banco nacional que otorgase crédito de
acceso fácil al gobierno, la banca y las empresas manufactureras –amén de poner
fin a la inflación- y se llevaron a cabo subidas de impuestos indirectos al vicio –bebidas alcohólicas o productos
de lujo- y se promulgó un paquete arancelario para proteger a la incipiente
industria norteamericana de la competencia británica. Hamilton, no estaba
haciendo otra cosa que copiar las medidas que habían hecho prósperas a naciones
como Inglaterra o los Países Bajos. A esto, agreguémosle la creación de una suerte de religión civil norteamericana que ponía énfasis en la unidad nacional, los
valores republicanos y la moral tradicional cristiana. Jefferson y Madison
rechazaron estas propuestas por su visión más regionalista de la nueva
república, el recelo a un ejecutivo fuerte y el egoísmo de los estados del Sur
que no querían pagar la deuda de unos estados centrales y norteños que habían
sido menos comedidos a la hora de mantener la disciplina fiscal. Por ello,
crearon el Partido Republicano – que los historiadores han calificado de demócrata- republicano para
diferenciarlo del actual, heredero de Lincoln- para oponerse a Hamilton y a Washington,
aunque no le criticaran públicamente por su prestigio. Madison, que hasta hacía
poco defendía un gobierno federal fuerte y con capacidad de actuación, se
oponía a algo tan básico como la unificación de la deuda nacional. La influencia
de Jefferson era enorme sobre él.
También chocaron en política exterior republicanos y
federalistas. Washington y Hamilton tenían claro que la nueva república no
estaba preparada para lidiar con otra guerra y que, en plenas guerras europeas
contra la Francia Revolucionaria, lo realista era mantenerse neutral y lo
primordial cerrar los flecos que quedaban del tratado de paz de 1783 con Gran
Bretaña y lograr un buen acuerdo comercial con la antigua madre patria para
normalizar las medidas proteccionistas promovidas por Hamilton, lo cual se
consiguió en el Tratado de Jay de 1794. Sin embargo, Jefferson y Madison, algo
cegados por su odio a Gran Bretaña y la falsa creencia de que la Revolución
Norteamericana y la Francesa eran esencialmente lo mismo, denunciaron la
diplomacia del gobierno y pidieron la intervención en la guerra contra las potencias
contrarrevolucionarias. La defensa de los republicanos de lo acontecido en
Francia continuó incluso en los peores momentos de la Dictadura del Terror.
Jefferson, abandonó el gabinete de Washington –ahora plenamente federalista-
para poder crear unas bases sólidas para su partido de oposición. En 1796,
Washington pronunció un discurso de despedida escrito por Hamilton que serviría
como gran consejo al resto de generaciones de estadounidenses y que llamaba a
la unidad nacional, el fin de los partidos políticos y la neutralidad en
política exterior con las famosas palabras de Paz, comercio y amistad sincera con todas las naciones. Alianzas
permanentes con ninguna. El hasta entonces vicepresidente John Adams
sustituyó al padre de la nueva nación y siguió, esencialmente, con las
políticas federalistas pese a su mala relación personal con Hamilton. Mientras,
Jefferson y Madison siguieron extendiendo sus ideas a través de nuevos
periódicos y bases bien organizadas e, incluso, con la ayuda inicial del embajador
francés Guizot, siguieron buscando la entrada de EEUU en guerra contra Gran Bretaña
y no dudaron en movilizar a los inmigrantes franceses. Las tensiones en el
Atlántico con Francia llevaron a la “Cuasi Guerra” y, los republicanos, en
lugar de unir fuerzas con el presidente Adams, se dedicaron a denigrarlo y
exagerar falsariamente las consecuencias de las controvertidas Leyes de
Sedición y Extranjería. La diplomacia de la Administración Adams consiguió evitar
la guerra pero las noticias de paz llegaron después de la celebración de las
elecciones de 1800, en las que Jefferson salió victorioso. Algunos
historiadores especulan que de haber llegado a tiempo las noticias de paz,
Adams podría haber hecho más en esos comicios a pesar de la buena organización
de los cuadros republicanos y la división interna de unos federalistas que tras
esto y el asesinato de Hamilton en 1804, no volverán a recuperarse.
Para cuando Jefferson concedió su discurso inaugural, su
francofilia entusiasta se había disipado ¿la razón? La revolución solo había
servido para sustituir la tiranía del rey absoluto por la del pequeño corso. Por ello, llamó a la
neutralidad en política exterior y recordó las palabras del ya fallecido
General Washington en su discurso de despedida: Paz, comercio y amistad sincera con todas las naciones. Alianzas
permanentes con ninguna. En la primera administración republicana, Madison
fue el Secretario de Estado, es decir la mano derecha en aquel entonces del
presidente y supuesto sucesor suyo. Aunque empezó su mandato cumpliendo la
promesa de reducir impuestos, gastos del ejército, y acelerando el pago de la pequeña deuda contraída durante
la cuasi guerra, se negó a liquidar
el Banco Nacional creado por Hamilton, el cual tanto criticó. De esta manera,
demostraba la superioridad de la labor financiera de Hamilton. Lo mismo hizo en
el plano manufacturero, renunciando a su visión agrarista de la República en la
que la industria debía desaparecer y manteniendo e incluso defendiendo los
aranceles que protegían a la industria nacional de la competencia británica. Pero,
quizás, lo más curioso fue que para realizar la compra de la Luisiana Francesa
en 1803, de dudosa constitucionalidad, dejó de lado sus visiones rigoristas de
la Constitución y dio argumentos totalmente indiferenciables de los que
Hamilton utilizaba sobre los poderes
implícitos. Esto desembocó en la ruptura en el partido con el nacimiento de
los viejos republicanos del
excéntrico caballero virginiano John Randoph de Roanoke, el catón de la
república americana. En política exterior, aunque la francofilia se esfumó, no sucedió lo mismo con la aversión hacia Gran Bretaña. Ni británicos ni franceses
respetaban la neutralidad norteamericana por lo que en 1807 –Jefferson había
sido reelegido con bastante facilidad en 1804- tomó una decisión que ni siquiera
un nacionalista como Hamilton se hubiera atrevido a tomar: realizó un embargó
general a todas las naciones europeas. Es decir, paralizó el comercio con el
exterior. Jefferson se había convertido en un nacionalista y no cambió
sustancialmente nada de lo que Washington y Hamilton habían hecho. Su estancia
en el poder le había abiertos los ojos: su utopía que mezclaba el
revolucionarismo y el regionalismo radical con el agrarismo bucólico no eran
más que ensoñaciones de un protoromántico.
Madison sustituyó en 1808 a Jefferson sin apenas
dificultades. El continuismo con él fue constante y su asesoramiento continuó
siendo trascendental. Las consecuencias del embargo –que acabó reduciéndose
solo a Francia y Gran Bretaña en lugar de al resto del mundo- se hicieron notar
y las tensiones internacionales fueron in
crescendo, esencialmente con el, desde 1801, Reino Unido. Además, los sentimientos nacionalistas estadounidense eran tan grandes que el Congreso de
1812 tuvo la voz cantante de jóvenes halcones de la guerra contra Albión como
John C. Calhoun o Henry Clay. Madison, era renuente a declarar la guerra porque
veía claros los riesgos y no le entusiasmaba la idea de tener que subir los
impuestos y aumentar el gasto público pero, presionado y dejándose llevar por el frenesí de patrioterismo,
declaró la guerra a los británicos. Amén de esto, Jefferson, en un acto de
total miopía política, había hecho grandes recortes en gasto militar –especialmente,
en la armada- en plena guerra comercial y aumento de las tensiones geopolíticas
con Reino Unido y Francia. Este no es el espacio para narrar detalladamente la
guerra. Únicamente diré que, de no ser porque Reino Unido estaba enfocado en
las guerras contra Napoleón, Estados Unidos podía haber muerto en aquellos
años. Además, la suerte les favoreció al conseguir una paz que respetara la
situación ante bellum. El país quedó
destrozado materialmente y financieramente por lo que, era necesario que el
Gobierno Federal tuviera un papel activo para reunificar a la nación y seguir
hacia delante. En esencia, un país dominado por los republicanos adoptó de
manera ortodoxa el sistema económico nacionalista inaugurado por Alexander
Hamilton y los Federalistas. Estos, habían prácticamente desaparecido tras
oponerse en Nueva Inglaterra a la guerra contra Gran Bretaña e incluso insinuar
la secesión pero, ahora, sus ideas eran hegemónicas en un partido que era
hegemónico y nació para luchar contra ese tipo de propuestas. Los citeriormente
mentados Henry Clay y John Calhoun promovieron estas políticas
intervencionistas desde el Congreso. Se creó el Segundo Banco Nacional tras haber
expirado el primero unos pocos años antes. Se subieron los aranceles en 1816
con apoyo, incluso, del Sur y se hizo lo posible por proteger y fomentar la
industria nacional. La autoridad espiritual de Thomas Jefferson avaló estas
medidas diciendo que “ahora, los
agricultores y los trabajadores industriales deben ir de la mano en sus
intereses”. John Randolph de Roanoke, oponiéndose a estas medidas, afirmará
que “Madison ha sido capaz de superar al
propio Hamilton”. Estas políticas, consiguieron restaurar la prosperidad
nacional general y el superávit llegó a las cuentas públicas al poco tiempo. En
política exterior, James Monroe, sucesor republicano de Madison, pidió consejo
a un Thomas Jefferson que le recomendó en una cariñosa carta en 1823 que, pese
a que le doliera mucho decirlo, la amistad con Gran Bretaña era necesaria si Estados
Unidos quería tener un papel importante en el Hemisferio Occidental ahora que
el Imperio Español estaba hundiéndose.
La llamada Era de los
Buenos Sentimientos duraría hasta 1828 cuando Andrew Jackson, héroe de la guerra
de 1812, recuperó la vieja crítica republicana al banco central con un tono
populista, aunque conservó las ideas nacionalistas y la necesidad de proteger
la industria nacional. Tras Jackson, el Partido Republicano de Jefferson y
Madison se partió y fue echado al vertedero de la Historia. Por lo tanto,
cabría hacernos la siguiente pregunta: ¿Fue Madison en el fondo siempre un
Federalista? Mi respuesta es no. Lo fue, dejó de serlo y luego recuperó o
incorporó gran parte de las ideas personificadas por Hamilton. Lo que es
evidente es que siempre siguió la línea de Jefferson, a quien tenía como mentor
y buen amigo. Por lo tanto, el que terminó por asumir políticas federalistas
como consecuencia de su estancia en el poder y la madurez de su pensamiento,
que avanzó hacia el realismo y el nacionalismo estadounidense fue Jefferson y
sus seguidores republicanos cambiaron junto con él, sin rechistar, a excepción de Randolph de Roanoke y sus tertius quids.
Hamilton es, sin duda, de los Padres Fundadores más influyentes y, con
diferencia, el más infravalorado.

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